Yo no lo maté.

Mire. Yo sé que le había dicho que yo lo había matado, yo también creía lo mismo. Y pasé muchas noches gritando y llorando pensando que había matado a lo mejor que me había pasado y que estaba mejor así. ¿Por qué? Yo no sé. No me haga tantas preguntas. Al fin y al cabo yo no lo maté.

No, no. Lo que pasa es que me convencieron de que yo era capaz de hacer una cosa así de horrible: matar a alguien. Pero le juro que yo nunca sería capaz. No y no, nunca. Y yo no lo maté. Se lo juro. Y si no me cree, ¿entonces por qué sigue vivo?

Yo no lo maté. Y si nos ponemos a pensar usted y yo estábamos igual de engañados; usted creyendo que yo lo había matado, y yo creyendo que estaba muerto. Pero todos estamos igual de vivos. Qué dicha.

Si vamos a ser francos, no le niego que sentía algo de satisfacción cuando pensaba en que era yo la que lo había matado, la que por fin había puesto punto final en esa historia que parecía tener tantas comas, una historia de la cual yo ya había decidido el final. En ese final sería la mala, la que lo mató, la que acabó con esto como si no hubiera pasado nada. Iba a ser yo la victimaria pero al mismo tiempo iba a ser la víctima, porque se me había muerto él, aunque fuera yo misma la que lo había matado. Qué pérdida.

Usted también, ¿no? Sentía algo de satisfacción, supongo, por esa labor cumplida. Encontró a la que lo mató. Pero es que usted ni siquiera tenía un muerto. Solo tenía un crimen. Y un crimen sin víctima no es un crimen, es un mito. Un chisme, por así decirlo. Qué raro. Lo maté pero no se murió. O sea que no lo maté. ¿Lo intenté matar? Nunca. Tampoco. Él quería, yo no. Igual no se murió, se lo juro. ¿Por qué no lo maté? Yo no sé. Yo creo que hasta él pensó que estaba muerto, o eso me hizo creer.

No me haga tantas preguntas, que si usted está aquí parado al frente mío después de haberme hecho creer que era yo la que lo había matado es porque sigue vivo y eso es lo importante. Al fin y al cabo yo no lo maté.