Lo maté.

Es (¿o era?) lo mejor que me había pasado. Digo es porque no se ha acabado. Digo era porque ya se va a acabar. Era lo mejor que me había pasado y es por eso mismo que yo tenía que matarlo. Tenía que matarlo porque era muy joven, más él que yo, y qué horrible desperdiciar la hirviente juventud teniendo lo mejor que uno hubiese podido tener.

Siempre me habían dicho que uno es joven para sufrir, para darse golpes, y entonces si no estaba sufriendo, algo estaba haciendo mal. Yo que siempre había vivido mi juventud sintiéndome secuestrada en mi propia vida, haciéndome la víctima, la mala y la heroína al mismo tiempo de la telenovela en la que la había convertido, yo que nunca había pasado una temporada al aire sin crearme por lo menos quince capítulos de drama, ¿iba ahora a convertirme en esa horrible persona feliz y contenta que no tiene ninguna razón para llorar y fumar y tomar hasta que se le olvidara donde vivía? No señor. Nada de eso. Esas historias nunca se publican. Esas historias nunca pasan de un borrador arrugado en una papelera de algún escritor ingenuo que no sabe que a la gente lo que le gusta es el morbo. Como a mí. Obvio, porque yo soy gente. Me gusta el morbo. Me gusta sentir que en cualquier momento tengo una razón para matarme. Y si no tengo ninguna razón para matarme yo, entonces mato esto. Y ya está.

Maté a lo mejor que me había pasado. Y está mejor así.